La Grazia: Sorrentino, el cineasta que vuelve a Roma

Tras inaugura Venecia, Paolo Sorrentino trajo al Zinemaldia su regreso a Roma, ciudad que en su cine nunca es mero decorado sino un personaje con voz propia. La Grazia marca también una nueva colaboración con Toni Servillo (Premio a la Mejor interpretación masculina en la Mostra), y ahí encuentra su mayor fuerza: en el rostro y la presencia de un actor que confirma, una vez más, que es uno de los grandes intérpretes contemporáneos.

La historia se centra en Mariano De Santis, presidente ficticio de la República italiana, un veterano político demócrata, humanista y cristiano que, al perder el asidero que le daba su formación en Derecho, comienza a dudar ante varias decisiones de enorme carga moral. La más decisiva: aprobar o no una ley de eutanasia.

Sorrentino ha explorado la política y la fe desde diferentes ángulos a lo largo de su carrera. En Il Divo diseccionó con ironía y nervio la figura de Giulio Andreotti; en The Young Pope y The New Pope se adentró en el laberinto del Vaticano, mezclando misticismo y espectáculo; en Loro retrató el hedonismo y la obscenidad del poder berlusconiano. La Grazia, en cambio, elige la introspección: frente a la exuberancia de La gran belleza, donde el protagonista flotaba entre fiestas y relaciones falsamente superficiales, aquí lo íntimo se impone. Las relaciones personales —cargadas de heridas, silencios y reconciliaciones— son el verdadero centro.

Artísticamente, la película deslumbra. La fotografía de sombras casi escultóricas envuelve a los personajes en un claroscuro que multiplica el peso emocional de cada gesto, como si cada rincón de Roma participara de la duda moral del protagonista. La banda sonora sorprende por su eclecticismo: rap y música electrónica conviven con melodías clásicas en un diálogo que nunca chirría y que devuelve a un Sorrentino capaz de reinventar la musicalidad de sus imágenes, como ya hiciera en This Must Be the Place o en los pasajes más juguetones de Youth.

Y, sobre todo, está Toni Servillo. Cuanto más se borra en su personaje, más se agiganta en pantalla. No hay artificio en su actuación: hay entrega, contención y una altura interpretativa que parece inagotable. Sorrentino, por su parte, adopta un tono más sobrio que en sus trabajos anteriores, pero no renuncia a esos diálogos ágiles y con filo que son marca de la casa.

La Grazia es, en suma, una obra de madurez: menos exuberante que La gran belleza, menos barroca que Il Divo, pero igual de magnética. Sorrentino demuestra que puede hablar de fe, poder y responsabilidad con una serenidad nueva, sin perder la capacidad de seducción visual que lo ha convertido en uno de los autores imprescindibles del cine europeo contemporáneo.

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