Presentada en la Competencia Oficial de Cannes y ahora recibida como Perlak en San Sebastián, Nouvelle Vague confirma a Richard Linklater como un cineasta que sabe dialogar con la historia del cine sin perder su voz. Su nueva película es, a la vez, una carta de amor al cine francés de los sesenta y una relectura moderna, libre de rigideces cinéfilas, del rodaje de Al final de la escapada (À bout de souffle).

Linklater rinde homenaje a la nouvelle vague… pero sin disfrazarse de ella. No hay pastiche ni guiño forzado: hay ritmo, hay ternura, y una inteligencia que evita el simple ejercicio de estilo. La película huye del relato autoconsciente y se entrega a una narrativa ágil, casi flotante. Los personajes se cruzan, dialogan, dudan, se alejan y se reencuentran en cafés, calles y pasillos de hoteles con ese tono entre melancólico y juguetón que define lo mejor del cineasta texano.

Las referencias a Godard, por supuesto, pero también a Truffaut o Rohmer, están presentes, aunque nunca se imponen. Linklater las absorbe, les da otra textura, otro ritmo, otra luz: un gesto de libertad que evita la imitación servil y convierte el tributo en algo propio.

El reparto está impecable, y la dirección, como en los mejores trabajos de Linklater —de Before Sunrise a Boyhood— sabe cuándo retirarse para dejar que los personajes respiren. Hay en Nouvelle Vague una confianza absoluta en la conversación, en los encuentros casuales, en el encanto de lo cotidiano.

Quizá no vaya a cambiar la historia del cine, pero sí encarna esa capacidad de Linklater para recordarnos que el cine es, ante todo, un espacio de descubrimiento y de placer compartido. En Cannes fue recibida como un soplo de aire fresco; en San Sebastián, como Perlak, se confirma como una de las películas más queridas de la temporada. Un homenaje que, en lugar de reverenciar, vive y respira.