Lillian Hellman: cuando el teatro y el cine se atreven a mirar de frente

el

En tiempos en que la cultura a menudo prefiere la comodidad de la evasión, Lillian Hellman encarna una figura que no dio nunca la espalda a la realidad. Dramaturga y guionista, novelista ocasional y polemista permanente, Hellman convirtió su obra —tanto en teatro como en cine— en un campo de batalla ideológico. Su nombre aparece inevitablemente ligado a los años más oscuros del siglo XX: la ascensión del fascismo europeo, la amenaza de la guerra y, después, la persecución del macartismo en Estados Unidos, que la llevó a plantarse ante el Comité de Actividades Antiamericanas con la célebre frase “no cortaré mi conciencia para adaptarla a la moda de este año”.

La retrospectiva que el Zinemaldia dedica este año a su obra permite comprobar que su activismo no fue un apéndice de su carrera, sino su motor creativo. Alarma en el Rhin (Watch on the Rhine, 1943), dirigida por Herman Shumlin y escrita para la pantalla por Dashiell Hammett a partir de una de sus piezas teatrales, es un ejemplo claro: un drama de intriga familiar que es, al mismo tiempo, una llamada de alerta ante la amenaza nazi en plena Segunda Guerra Mundial. Su fuerza política es tan evidente que casi eclipsa sus virtudes formales; hoy vale tanto como testigo de una época como por su capacidad para recordarnos que el cine puede ser un arma de conciencia.

Veinte años después, Cariño amargo (Toys in the Attic, George Roy Hill, 1963) muestra a una Hellman distinta, pero igualmente incisiva. La adaptación de James Poe de su obra regresa a los parajes sureños para explorar las tensiones de una familia marcada por secretos y resentimientos. Más allá de la trama doméstica, late el retrato de una sociedad que arrastra sus propias sombras, con un reparto femenino soberbio —Geraldine PageWendy HillerYvette Mimieux— que encarna la complejidad de unos personajes que se niegan a ser reducidos a estereotipos.

Su compromiso político trascendió el escenario estadounidense. En 1937, Hellman viajó a España con Ernest Hemingway y John Dos Passos para apoyar la causa republicana durante la Guerra Civil. De aquel viaje nació su implicación en el documental The Spanish Earth, en el que colaboró activamente para dar visibilidad internacional a la lucha del bando republicano contra el franquismo. Aquel gesto, lejos de ser un paréntesis en su carrera, confirma que su militancia antifascista no conocía fronteras: la memoria de la República española se convirtió para ella en símbolo de la resistencia democrática frente a la barbarie.

Estas películas y episodios, vistos y revisitados en San Sebastián, dibujan el perfil de una autora para la que el compromiso político no era un adorno, sino una forma de vida. Hellman entendía el teatro y el cine como espacios de debate, donde las contradicciones de su tiempo podían y debían hacerse visibles. Su activismo —marcado por su militancia antifascista y por su negativa a delatar a compañeros durante el macartismo— no sólo no lastró su obra: la enriqueció con una urgencia y una honestidad poco comunes.

Revisitarla hoy es constatar que su legado sigue interpelándonos. En un momento en que la tentación de la neutralidad vuelve a presentarse como refugio, Hellman recuerda que el arte puede ser un acto de resistencia. Sus textos, adaptados a la pantalla con mayor o menor fortuna, siguen hablando de lo que importa: la dignidad, la libertad, la necesidad de mirar de frente, sin miedo ni concesiones, los conflictos de la realidad.


Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.