Two Seasons, Two Strangers: la amistad como estación perpetua

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Ganadora del Leopardo de Oro en Locarno, la nueva película de Shô Miyake es un pequeño prodigio de sencillez y de hondura. Two Seasons, Two Strangers es, ante todo, un canto a la amistad que nace en los márgenes, donde el azar y la necesidad se confunden y donde el cine, además, se mira a sí mismo.

En verano, Nagisa y Natsuo se conocen junto al mar. Intercambian palabras torpes, se adentran en el océano empapados por la lluvia y buscan, casi sin darse cuenta, una conexión con la naturaleza que acalle sus propios conflictos interiores. En invierno, Li, una guionista en plena crisis creativa, viaja a un pueblo cubierto de nieve. Allí encuentra una pensión desolada, regentada por el enigmático Benzo. Sus conversaciones apenas conectan, pero entre ellos surge una amistad inesperada, hecha de silencios que no incomodan y de gestos que dicen más que las palabras.

Miyake convierte estos encuentros en un juego de espejos entre vida y relato: mientras Li busca escribir su propia historia, la película parece reflexionar sobre cómo el cine construye y al mismo tiempo cuestiona la experiencia humana. Ese metacine se enuncia de forma explícita; más allá de su presentación, está presente en el modo en que los personajes hablan —o callan—, en la forma en que la cámara observa, en la duda permanente entre lo que se vive y lo que se narra. Two Seasons, Two Strangers es, así, una reflexión sobre la amistad, pero también sobre el propio acto de contar.

La fotografía es clave en esa poética. En verano, la luz es líquida y cambiante, capaz de atrapar la humedad de la lluvia y el brillo del mar; en invierno, la nieve filtra el mundo en una escala de grises que invita a la introspección. Miyake y su director de fotografía encuentran una textura que hace visible el paso de las estaciones como si cada plano respirara. El montaje, por su parte, es de una precisión casi musical: los cortes parecen responder al ritmo de una conversación pausada, a la cadencia de una amistad que se teje sin prisa.

Delicada sin caer en lo cursi, Two Seasons, Two Strangers confirma a Shô Miyake como un autor capaz de pensar y sentir el cine a la vez. Su relato, calmado y sin grandes conflictos, es como un paseo compartido, de esos en los que el silencio es compañía y no vacío. Deja la sensación de querer más estaciones, más desconocidos: como si la amistad que filma —y el propio cine— no quisiera terminar nunca.


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