– Pero, ¿sientes por ella algo parecido a lo que sentiste por Ava Gardner? le preguntaron antes de casarse con Bárbara, su última mujer.
-Imposible. Aquello pasó una vez y no más. No me gustaría volver a sentir lo mismo por ninguna mujer.
El amor, ¡ay el amor!
Intentar escribir sobre el amor en el cine es complicado sin caer en esplendores en la hierba y en aviones que deben cogerse aunque no apetezca; de vientos que soplan en la tierra roja o amores de niños pijos que nunca dicen ‘lo siento’; en memorias que se van al continente de ébano o de pacientes que hacen escudos con jirones de piel ajena.
Siempre me he planteado qué hubiera pasado si ‘el buque de los sueños’ no se hubiera topado con el frío, me pregunto si sus amantes hubieran soportado la diferencia de clases y maneras –Rose, tu egoísmo superlativo con el (ENORME) tablón, te delata- o si Romeo y Julieta hubieran resistido a las presiones familiares. Quién sabe. Quizás no, quizás sus historias no serían más que ‘meros’ amores de temporada, como aquel que a Jep Gambardella le marcó de por vida, pero ésa ya es otra historia.
Estas semanas, con el 14 de febrero aún retumbando -que no latiendo-, ha tocado que muchos retorcieran la dichosa flecha de un tal Valentín para tener algo que celebrar. Entonces, yo, sin flecha, ni dardo al que agarrarme, intenté pensar en el amor perfecto, en el amor de película, en el amor del ardor y las llamas constantes.
Entonces, recordé una historia que leí hace años, una truculenta historia de celos sumergidos en amor salvaje y primario capaz de sacudir a terceros con los restos del naufragio. Una de esas historias que enseñan que en el amor, no siempre hay perdices para cenar. Sería demasiado aburrido.
Corría el año 1956 cuando Frank Sinatra rodaba en España – esa España en la que ‘su’ Ava encontró refugio junto a toreros y tablaos- Orgullo y Pasión. Durante el rodaje, se hospedó en el Hotel Felipe II de El Escorial. Cuentan que una noche, estando en el bar, de madrugada, esa franja horaria en la que se movía como pez en la copa, pidió un teléfono para llamar a Ava. Él (ÉL) pronunció un ‘hey, honey’ mientras apoyaba el teléfono entre la barbilla y hombro y sus dedos seguían acariciando las teclas que ponían banda sonora al momento.
Dicen que cantó y cantó, horas y horas, canciones y canciones con el auricular como micrófono. La gente contenía el aliento por miedo a que una mala respiración le hiciera parar, darse cuenta de que, por mucho que él sintiera que estaba a millones de kilómetros, no estaba solo. Entonces, en medio de aquel recital y habiendo dejado el hilo telefónico huérfano, se abrió la puerta y apareció ELLA envuelta en un visón blanco.
Se acercó, le abrazó por atrás y se lo llevó, así, sin mediar palabra.
Louis B. Mayer dijo de ella ‘no sabe actuar, no sabe hablar pero ¡es impresionante!’. En esta ocasión, dejó todas las palabras en el tintero y se dedicó a lo suyo, a impresionar.
Estuvieron casados 6 años. 6 tormentosos y apasionantes años. Escribía Lampedusa en El Gatopardo que el amor es un año de ardor y llamas y treinta de cenizas. Para ellos dos, treinta, no hubieran sido suficientes para apagar el incendio.
Hemingway la definió como el animal más bello del mundo y suponemos que la voz, la garganta, las luces y las sombras de Frank, pensaron lo mismo. Afirmó que, a pesar de los dimes y diretes, de las ausencias y las presencias sonoras, de las cimas y los infiernos, de los capotes y las estocadas mortales, las pataletas y los pataleos, llevaba a Ava Gardner en la sangre.
Así que, el amor, como les pasó a Frank Sinatra y Ava Gardner -que escuchó sus discos hasta el final de sus días- debe ser eso, seguir escuchando la música aunque ya nadie toque y que, a vuestra manera, os llevéis siempre bajo la piel.