«La isla Mínima»: el dolor de la pérdida

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Dice Sabina que “al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver”. En ocasiones, se podría aplicar dicho consejo a las películas. Algunas cintas que nos han dado una tarde de buen cine, no soportan una revisión. O quizás somos nosotros, más ajados y cínicos, que no logramos disfrutar de la manera que solíamos, y el regreso a ese lugar nos deja un poso de agridulce desencanto. Si esto es así, y no tenemos por qué dudar de Joaquín Sabina, sería demasiado pronto para analizar el calado que puede llegar a tener «La isla mínima», la ganadora del Goya a la Mejor Película (y de otros nueve premios más), pero habría transcurrido el tiempo suficiente para volver a ella, algo para lo que cualquier excusa es buena. Además, nunca está de más un repaso a las facetas que consideramos destacables de forma individual, y de los que resultan un conjunto aún superior. Tanto que hay quien sitúa a la película entre las mejores del año.

Algo que llama la atención desde el primer momento es el ritmo con el que avanza la película. Pausado durante casi todo el metraje, con los puntos de acción que la historia requiere, la cinta parece encontrar la cadencia perfecta para adentrarse en la psicología de los personajes y en sus circunstancias. La pausa permite que el espectador observe a los personajes, que los entienda en sus silencios y en sus gestos. No necesitamos recurrir a la voz en off para entender que Rocío (Nerea Barros) hace tiempo que dejó de buscar cualquier atisbo de algo mínimamente parecido a la felicidad; o que ni siquiera la perspectiva del hijo que ha de nacer parece alcanzar emocionalmente a Pedro (Raúl Arévalo). La contención como el armazón sobre los que se definen y dibujan los personajes. Es por ello que, cuando un personaje explota, de rabia o angustia, nos resulta cercano y entendemos el dolor.

«La isla mínima» es un thriller que no se recrea con la partes más oscuras y sangrientas, pero que tampoco rehúye de las sombras, en las que se adentra con calma y con precisión, evitando el sensacionalismo pero sin ahorrarle al espectador esos momentos de crudeza que la historia necesita. La distancia que parece tomar de los hechos sobre los que se cimienta la historia, le da un aire de pretendida frialdad, necesaria para relatar los hechos huyendo de juicios prefabricados. Esto es lo que nos permite apreciar las escalas de grises con las que están dibujados los protagonistas de las distintas tramas.

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¿Los responsables de todo esto? En primer lugar, por supuesto, Alberto Rodríguez, director y guionista (junto a Rafael Cobos), quien ha logrado perfeccionar un estilo personal propio de tal manera que logra un equilibrio entre la sobriedad y el rigor, sin caer, como sucede en algunos thrillers, en el desapego. Las distintas líneas argumentales tienen la importancia que requieren, y no se olvida en ningún momento del contexto histórico. Todo esto lo logra con concisión, que no prisas, en menos de dos horas.

En segundo lugar, el reparto. Encabezado por Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez, ambos inmensos, y que, estrujando al límite a sus personajes, nos enseñan que no hay polis del todo buenos, ni polis del todo malos. Nerea Barros, cuya doliente mirada traspasa la pantalla;  Antonio de la Torre, que demuestra que para los grandes actores no hay papeles pequeños; sin olvidar a Salva Reina o Mercedes León, entre otros muchos, que dan profundidad a sus personajes independientemente del tiempo que les vemos en la pantalla.

Por último, no podemos olvidar la banda sonora de Julio de la Rosa, que evita grandilocuencias orquestales y logra que la partitura sea la acompañante perfecta para la fotografía oscura y magnífica de Alex Catalán. O la dirección de producción de Manuela Ocón, que nos sitúa en la España de principios de los ochenta de forma impecable.

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Se dice que el cine de género no suele ganar festivales, y así sucedió con «La isla mínima» en el pasado Festival de San Sebastián, pero desde el primer momento la película contó con el apoyo de la crítica y con el del público. Independientemente de premios, ese reconocimiento ya la sitúa entre los títulos destacados de la cinematografía española.

 

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