El cine que cala hasta los huesos

Las emociones son lo único que tenemos.

(La Giovenezza. Paolo Sorrentino, 2015)

«No volveré a ver esta película nunca más». Es mentira, pero es una que me digo a mí misma en ciertas ocasiones. Cuando aún están en pantalla los títulos de crédito. Cuando aún queda rastro de lágrimas, o cuando el golpe es tan fuerte que no acierto ni siquiera a llorar. En ese momento en el que la historia ya ha acabado, pero aún perdura la impresión que ha producido, me digo que no la volveré a ver. Nunca y bajo ningún concepto. Siempre son películas que, más allá de consideraciones artísticas y técnicas, han tocado una tecla. Cintas con las que he conectado, sea de forma racional o no. Puede que sea la película en su totalidad, pero a veces es una única escena, un momento muy determinado, que logra esa conexión.

Hay filmes que dejan una marca, una especie de cicatriz. Y, como estas, por mucho que nos digan que no las debemos tocar, somos incapaces de resistirnos a echar un vistazo, a seguir su contorno.  Hay muchas películas que entrarían en esta categoría,  pero estas semanas pienso sobre todo en tres: París, TexasNadie Sabe e Incendies. Películas que cada vez que las veo, me digo que no las veré nunca más.

La muerte de Sam Shepard y, hace pocos días, la de Harry Dean Stanton, hacen inevitable las referencias a la película de Win Wenders (1984). París, Texas es una de esas historias que según se va desarrollando nos van calando. Que cuando finalizan, una no sabe si gritar, llorar o abrazar al acomodador. Pero necesitas sacar de dentro esa pena, ese dolor. Cada secuencia, cada silencio, nos golpea y, mientras la película resulta una experiencia demoledora para el espectador, Harry Dean Stanton construye un personaje, icónico ya, que avanza hacia un final tristemente inevitable. Obra imperecedera, en la que la música de Ry Cooder es el complemento perfecto a la aridez sentimental que padecen los personajes.

La experiencia que supone el visionado Nadie Sabe (Hirokazu Koreeda, 2004) es distinta aunque igualmente desoladora. Quizás sea porque los relatos protagonizados por niños, bien narrados, tienen una dosis de vulnerabilidad añadida, pero lo cierto es que la historia de esos cuatro menores abandonados a su suerte por su díscola madre, nos va transmitiendo el abandono y la inocente reacción ante el mismo, que se antoja definitivo. Algo que el espectador, más adulto, cree percibir antes que los protagonistas. Pero Koreeda nos observa, y nos desafía, a través de la mirada triste de ese hijo mayor que, en el fondo, siempre ha sabido que su madre no volvería. En una historia que es amarga desde su presentación, Koreeda hace saltar por los aires la pretensión (del espectador) de que al final «todo irá mejor». Que la escena con la que nos da la puntilla esté planteada con sobria maestría, casi pasa desapercibido tras el golpe que acabamos de recibir.

El drama de Incendies (Denis Villeneuve, 2010) también se plantea desde la presentación de la película. Pero a diferencia de la película de Koreeda, el drama familiar es fruto y reflejo de un contexto social. Si los gemelos Jeanne y Simon encarnan el presente que desea olvidar cualquier conflicto anterior, Nawal (su madre) es hija, esposa y madre de ese conflicto. Terrorífica en ciertos momentos, por lo descarnado del relato, el momento de revelación se produce en una sencilla e impersonal habitación de hotel. Dos hermanos que por fin resuelven las incógnitas, que rompen el hilo de la cólera.

Por supuesto que hay muchas películas más que podrían citarse aquí.  Películas que calan, que muerden. Y sí, otro día hablaremos de esta:

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