Con Moe no suzaku, Naomi Kawase se postulaba como una de las voces a tener en cuenta en el panorama internacional. Su presencia en certámenes internacionales comenzaba a ser habitual y el premio en el Festival de Cannes parecía confirmar su identidad como autora. Con sus siguientes obras continuarían alternando su trabajo como documentalista y nuevos trabajos de ficción.
Somaudo monogatari (The Weald) (1997)
El mismo año que estrenaba Moe no suzaku, la directora también presentaba este documental con el que volvía al género con el que se iniciara como cineasta. En esta ocasión, Kawase nos presenta a seis ancianos que viven en las montañas de Yoshiro. Los mayores nos cuentan sus historias, ante las que la realizadora asume el papel de espectadora: deja hablar a sus protagonistas sin analizar, o teorizar, sobre sus vivencias.
Aunque cinematográficamente parece haber poco avance respecto a los anteriores trabajos de la directora, es en el propio relato donde parece encontrar el equilibrio entre lo melancólico del entorno en el que viven los protagonistas con el optimismo que transmiten.
Manguekyo (Kaleidoscope) (1999)
Dos años después, Kawase presentaba un nuevo documental y, en esta ocasión, se aprecia un cambio radical desde el inicio: nos hemos alejado de los habituales paisajes rurales para empezar la cinta en una estación de tren de Tokyo. Mientras avanza por los pasillos, Kawase le comenta a su acompañante, el fotógrafo Shinya Arimoto, que desea hacer un documental siguiendo las experiencias de dos chicas jóvenes: Mika Mifune (hija de Toshirô, sí) y, de nuevo, Machiko Ono. De la misma edad y ambas con aspiración de ser actrices, la diferencia entre ellas son el origen urbano de Mifune y el rural de Ono. Pero lo plantea desde el punto de vista del fotógrafo (¿o de la cámara?), puesto que los filmara mientras él realiza un reportaje fotográfico de ambas.
A pesar de la intención de Kawase de representar el Japón actual contraponiendo a sus dos protagonistas, en cierto sentido plantea otro enfrentamiento, al oponer al fotógrafo con la cineasta. Quizás porque las dos jóvenes se esfuerzan por remarcar sus similitudes, mientras el fotógrafo remarca sus diferencias con Kawase. En cualquier caso, la directora se muestra cómoda en el ambiente urbano, pero con un tono algo más brusco que el que suele utilizar habitualmente.
Nota: una de las cámaras que utiliza Arimoto es una Rolleiflex…
Hotaru (Firefly) (2000)
Merecedora del premio FIPRESCI del Festival de Locarno del 2000, Hotaru (Firefly) es la segunda obra de ficción de Naomi Kawase. Con 164 minutos de duración, la película cuenta la historia de amor de una pareja (Ayako y Daiji) cuyos desgarradores pasados parecer conducirlos a un futuro en común. Ayako, una joven bailarina severamente traumatizada por el suicidio de su madre, es un personaje difícil tanto en su concepción como en su construcción. El montaje de la película, con su forma selectiva de darnos la información, hace difícil la empatía con un carácter que sufre pero que no alcanzamos a comprender.
Rodada cámara en mano, el acercamiento de Kawase a sus personajes difiere de su trabajo en Moe no suzaku por ser más crudo, más áspero. Quizás haya más rabia que dolor contenido en la forma en la que se aproximan a las ausencias. El largo metraje dificulta la conexión con los personajes. En conjunto, resulta una buena película, algo lastrada por su duración y el montaje.
Kya ka ra ba a (Sky, Wind, Fire, Water, Earth) (2001)
De nuevo un documental y, de nuevo, Kawase vuelve a sus relaciones familiares. Esta vez, trabajando a ambos lados de la cámara. La directora retoma la exploración subjetiva, autobiográfica, que ya planteara en sus primeros documentales. Ahogada por la incomprensión de sus propios sentimientos hacia sus padres, la directora plasmaba todo esto en sus películas, que presentaba como una prolongación de sus sentimientos. Pero en esta ocasión, la directora lo dibuja en su propio cuerpo: el tatuaje como un recordatorio de aquello que le hace sufrir.
Si al final de Ni tsutsumarete (Embracing) Kawase expresaba su deseo de acercarse a su padre, como una forma de calmar su permanente desasosiego, en Kya ka ra ba a (Sky, Wind, Fire, Water, Earth) esa sensación parece haberse convertido en confusión, en incomprensión. La respuesta a sus problemas no la encontrará en los objetos que filma. La directora lo sabe y nos lo transmite. La paz que reconoce en los objetos que la rodean, su finalidad clara con y una presencia familiar, pero que parece desconocer en ella misma. A través de la cámara, Kawase revisa su entorno, pero no encuentra las respuestas que tanto ansía.
Tsuioku no dansu (Letter from a Yellow Cherry Blossom) (2003)
Podría decirse que este es el primer trabajo por encargo que realiza Kawase. Pero se trata de un encargo muy especial: un enfermo (Kazuo Nishii), postrado en su cama, le pide que filme los últimos días de su vida. Desde esa premisa, se establece un diálogo entre el enfermo y la directora en el que todo tiene cabida. Repasaran relaciones personales, sus miedos… Una persona joven a la que la enfermedad ha dejado sin futuro y que espera dejar constancia de quien ha sido a través de las imágenes de Kawase. Las flores de un cerezo, como la metáfora de una vida que perece justo cuando alcanzaba su esplendor.
Kawase decide mostrarnos como prólogo de las entrevistas el desenlace que, inevitablemente, tendrá lugar. De esa manera, la directora parece despojar a la cinta del inherente dramatismo que la situación conlleva. Elimina cierta tensión y se concentra en el testimonio de Kazuo. Su acercamiento es respetuoso con los momentos en los que el dolor remonta, dejando al enfermo fuera de plano o mostrándolo de espalda. La cámara de Kawase parece acompañarle en esos momentos. Solo hacia el final la cámara se enfrenta a Kazuo para mostrar la tos incesante y las lágrimas que esta le provoca. En esos momentos, la realizadora no se acobarda, como tampoco lo hace en los momentos en los que los diálogos dejan patente cierta hostilidad: la del enfermo ante el final y la de Kawase por entender se papel en todo esto.