Atlantide se articula alrededor de Venecia y la adolescencia desde la psicodelia visual . Uno puede pensar que son tres conceptos difícilmente compatibles al mismo tiempo. Sin embargo Atlantide lo hace con una poderosísima puesta es escena y un planteamiento audiovisual arrollador.

Durante los primeros 60 minutos, Venecia es un punto lejano en el horizonte de los protagonistas de Atlantide. En Sant Erasmo, una pequeña isla de la Laguna de Venecia, la ciudad de los canales es un anhelo para sus adolescentes. Daniele, el protagonista, vive obsesionado con cruzar esos famosos canales en su barchino, una especie de scooter para caminos de agua, con los que recorre el extrarradio veneciano. Su ambición le lleva a actividades poco legales mientras disfruta su verano de iniciación.
Durante esos minutos, la película apuntala las relaciones y reacciones de sus protagonistas. La dependencia de la chica por el chico malo, que acaba perjudicándole más de lo que inicialmente podría esperarse; la necesidad de ellos de ser el más rápido, de dejar su marca. Todo ello a un ritmo pausado: aquí la velocidad la ponen la banda sonora y las pequeñas lanchas, a las que seguimos con un montaje que alterna el detalle de un rostro y unos planos generales del entorno natural dominado por el agua. Muy realista en todo ese tramo en lo que al relato se refiere, la música electrónica de su banda sonora aporta un ritmo y una viveza que funcionan muy bien.

Superada la mitad del metraje, comenzamos a adentrarnos en los canales de Venecia siguiendo a Daniele en la que ya es una huida hacia adelante de sus relaciones, complejos y realidad. Con un montaje no lineal, en el que las elipsis son posteriormente explicadas, vemos cómo su inicial coqueteo con las drogas ya es un romance peligroso, como lo son las enemistades que se va creando. La película pasa a estar dominada por las sombras vespertinas y luz artificial. La música electrónica pasa a dar una sensación de ensoñación, de irrealidad, de cada vez más marcada. La película va dejando de lado ese inicio casi documental para invitarnos a dejarnos llevar por otro tipo de experiencia.
Esa que eclosiona en un largo epílogo en el que la cámara nos conduce por los canales en un viaje sensorial, en el que el trabajo de cámara se vuelve juguetón, y algo caprichoso, que no deja de tener un halo de inevitable. Ancarini nos ha mostrado una realidad (al estilo de Jonas Carpignano) para llevarnos de la mano a una Venecia onírica, que no de ensueño.
Atlantide es una experiencia cautivadora, algo exigente pero tan bien engarzada que resulta hipnótica y ciertamente gratificante.