Durante las últimas semanas se ha hablado de la película y de su director, Ulrich Seidl, por motivos extracinematográficas. Como os contamos en un podcast previo al inicio del Festival, la película había sido retirada del Festival de Toronto a raíz de noticias publicadas en medio alemanes, que no han tenido ningún tipo de recorrido judicial. José Luis Rebordinos, máximo responsable del Festival de San Sebastián, afirmaba que tan solo se retiraría la película si lo ordenaba un juez. Y visto lo visto, ha sido la decisión correcta.

Sparta es una película que insinúa mucho más de lo que muestra. Digámoslo desde el principio: se trata de una decisión muy inteligente, no nacida de la cobardía, sino de la convicción de que la imaginación del espectador es capaz de ver lo que la cámara no muestra. Una película que se mueve en toda la escala de grises con fluidez y sin subrayados innecesarios.
Durante 101 minutos asistimos a la gradual transformación de Ewald, el protagonista. Desde el inseguro joven con novia, que no habla un rumano fluido y que comienza a ser consciente de que algo no va bien. Se enfrenta a ese monstruo que ansía dominarle para acabar cediendo a él. Y esa transición mental va acompañada de un cambio de aspecto físico y de imagen que se va depurando y afinando a medida que el interior del personaje se enturbia a marchas forzadas. El monstruo necesita seducir.
En el otro lado, unas familias que también son focos de comportamientos tóxicos y violentos. Que sitúan en el punto de mira a sus miembros más jóvenes y vulnerables. Niños desatendidos que prefieren la camaradería de otros jóvenes y ese profesos de judo que les hace fotos, se ducha con ellos y parece darles más cariño del que reciben en sus casas. Infantes con carencias afectivas que buscan el abrazo del adulto que encarna a una figura paternal grotesca. Niños, en definitiva, que pasan de un horror evidente a uno latente. Porque durante la película, o al menos en el montaje que nos ha llegado, el reparto más joven no es expuesto a la violencia sexual del depredador. Sí lo son a la de los padres que toman la decisión de acabar con el profesor de judo tras una ingesta generosa de alcohol que presumimos habitual.
Un Seidl que no busca provocar con la forma, pero que es conocedor del material inflamable con el que trabaja, plantea la película con una sobriedad audiovisual que hace que todo resulta terroríficamente más natural que en algunos de sus documentales. El hecho de que las escenas de Ewald con los niños sea hayan rodado a la luz del día, por ejemplo, incide en el sentimiento de impunidad en el que se va asentando el protagonista. Una película que rehuye de la provocación y la seguridad que le proporcionan la ficción para abrazar la aridez y la contundencia de los grises.