Antoine Doinel vive en mi casa. Sigue teniendo 13 años y aún no ha conocido a Christine Darbon. Lee a Balzac, se fuma algún que otro cigarrillo a escondidas y roba máquinas de escribir. El Antoine que vive en mi casa está a punto de mirar fijamente a una cámara pero ahora mismo está inmóvil, presidiendo la mesa principal y viendo mi vida pasar.
Muchas veces, al mirarle –porque le miro mucho-, tengo ganas de contarle qué será de su vida pero el miedo a quitarle la magia me frena. Él aún no se lo imagina pero en su vida, ésa que parece hacérsele cuesta arriba en una playa francesa, todo tendrá que ver con la magia. Todo.
Tengo ganas de hablarle de Colette, de Fabienne, de Sabine, de su hijo, que llamará Alphonse –como él quiere-, tengo ganas de hablarle de Christine y decirle que la cuide, que será la mujer de su vida aunque sus ritmos no se pongan de acuerdo, hablarle de los besos robados, de los amores en fuga, de los matrimonios infieles y otras minucias pero lo que realmente tengo ganas de decirle es que todo irá bien. Todo irá bien porque llegará un día en el que, sin darse cuenta, se convertirá en François Truffaut y ahí precisamente reside la suerte de su vida.
Un documental que vi hace poco en la televisión francesa sobre la vida y obra de François Truffaut abre con unas imágenes de octubre de 1984 en el cementerio de Montmartre. Su funeral. En primer plano aparece Jean-Pierre Léaud llorando como el niño que un día fue. En ese momento se despedía de parte de su vida, de su otra mitad, su maestro y su amigo.
En mi casa, mientras veía las imágenes, tuve ganas de llorar. De llorar por él -que se iba- y por mí -que ni siquiera tuve la opción de quedarme porque aún no estaba-, por el tiempo robado que no perdido, por esa cabeza que de tanta genialidad acabó por quejarse y nos privó de su presencia con apenas cincuenta años y por no haber coincidido con él ni en tiempo ni en distancia pero sí en corazón y pasión.
CORAZÓN Y PASIÓN.
De los que consiguen remover entrañas y alzar voces, de los que empujan a la locura y al delirio, de los que marcan vidas, costumbres y caminos. Esa pasión que, en mi caso, recibo como herencia –entre otro billón de defectos que hacen pensar- de mi padre y sus palabras, su dedicación y su amor, sus gustos y su generosidad al hacer mi vida más completa, más rica y más mía a la vez que suya para siempre.
Esa misma pasión que compartimos con el hombre que amaba (bien) a las mujeres, los libros, la palabra, la cultura y, sobre todo, el cine.
Ésa que le movió a cambiar el mundo y el séptimo arte -el primero para nosotros-. Esa pasión que sentía por Hitchcock y su trabajo, su obra y su talento que, según Truffaut, necesitaba salir de Europa y alcanzar el mundo. Y, con el convencimiento de quien sabe que las pasiones se confiesan, que sino no son, las escribió en una carta cargada de verdad y coraje que hizo llorar al hombre de los pájaros en la cabeza.
Una semana, una intérprete, un viaje a Los Ángeles, 27 horas, 500 preguntas y mucho amor y mimo después nació ‘El cine según Hitchcock’, un libro que luce en todas las estanterías de la gente que en el cine no siente, vive.
‘Yo creo en el cine’ dijo Truffaut a sabiendas de que el cine y sus propiedades le habían salvado la vida de las calles de París para sumergirle en salas oscuras llenas de historias y directores, de críticas y oportunidades, de futuro y leyenda.
Dicen que uno no debe acercarse demasiado a sus mitos, que las ansias de saber pueden llevar de la mano a la decepción y al fracaso.
Truffaut se acercó a Hitchcock diseccionando persona y obra y cambió la historia del cine.
Yo tuve la osadía de acercarme a la misma distancia de él que de mi padre -cerca, muy cerca- y cambié mi propia historia.
Nunca le hagáis caso a la gente que vive sin pasión, no viven, sobreviven.