Hay películas que, al acabar de verlas, me empujan a escribir.
Películas que consiguen hacer danzar mis dedos desprovistos de control sobre el teclado. Una especie de ejercicio en el que el corazón late en las yemas y, con cada bombeo, ordeno un pensamiento. O al menos lo intento.
Escribo como un burdo ejercicio que me permita contar los nudos y, si puede ser, aflojarlos. Una especie de terapia capaz de sanar y calmar.
En el fondo, escribo para ser capaz de recordar.
Escribir sobre ‘Call me by your name’ no es fácil porque significa hablar de uno mismo. Ponerle letra al primer amor y a esa caballería que arrasa tu vida y la única realidad que conoces. Se trata de resumir en palabras el miedo y el abismo en el que te pierdes, la inseguridad, el desconcierto y esa euforia desatada y salvaje que te hace creerte capaz de todo. TODO.
Al conocer a Elio Perlman -tan joven, tan mágico, tan tierno- me resulta muy duro saber que nunca más volveré a convertirme en él. Una mirada al pasado y, sobre todo al presente, me basta para saber que nunca más sufriré con tanta inconsciencia y con tanta inocencia. Sin embargo, y a pesar de que el tiempo pase, sigo reconociendo todos y cada uno de los rincones de ese estado febril que reina en el primer amor y, con la perspectiva y el cinismo que dan los años, soy capaz de encontrar felicidad en sus violentas embestidas. Ahora, claro.
Me resulta fascinante el hecho de poder pasear la palma de mi mano sobre esa vieja cicatriz que hace años que dejó de doler y saber que valió la pena, que tenían razón, que no era el final de nada sino el principio de todo.
‘Call me by your name’ es mucho más que una película. Es un lugar común al que todos tenemos la tentación de volver alguna vez. Es ese momento en el tiempo en el que fuimos tan felices como dichosos. Y eso es mucho de las dos cosas.
Es la primera herida que no sanará con un beso y una tirita, es un arañazo que te abrirá las carnes, es la piscina a la que te tiras sin importarte ni siquiera un poco el nivel del agua, es el despertar más animal, son los palos de ciego y el cosquilleo que vencerá a cualquier prejuicio. Es el miedo. Son las ganas. Es la euforia. Es la desazón. Son las lágrimas. Es la pérdida. Es la ilusión. Son las dudas. Es el crecer. Es el perder para poder ganar. Es la vida que podría ser y no será. Es la vida que será y aún no sabes cómo. Es todo verdad y víscera.
Viajar a esa Italia de principios de los ochenta de la mano de Elio y Oliver es volver a ser demasiado joven como para entender. Es emborracharse de belleza y detalles. Es volver a no saber nada para creerte capaz de todo. Volver a vivir en la nostalgia de aquel verano de albaricoques que gotean, camisas que se abren y entrepiernas que maduran. Aquel preci(o)so verano que te abrió el apetito, la sed y el deseo. Aquel verano del desconcierto y la emoción que estaba destinado a acabar en un crudo invierno del que nos costaría despertar. A todos.
Ver ‘Call me by your name’, en definitiva, es recordar aquel preciso momento en el que te arrancaste la piel sabiendo que esa bandera sólo podía izarla uno de los dos. O tú o yo.
Todas las capas que componen la película rebosan buen gusto, delicadeza, educación y cultura, sensibilidad y emoción. Un retrato desgarrador y maravilloso del momento exacto en el que la tormenta estalla y el pecho se abre. Y eso, aunque descorazonador, es de una belleza casi insoportable.
Salgo del cine y, aún noqueada, una conversación retumba en mi cabeza.
Perlman padre se dirige a Perlman hijo que, descompuesto, se lanza sobre el sofá lamiéndose las heridas por el amor que pudo ser y no fue. O sí fue, nunca se sabe:
‘Sin embargo, no sentir nada por miedo a sentir algo es un desperdicio… ¿Me equivoco? (…)
Ahora sientes pena. No envidio ese dolor. Pero sí envidio que puedas sentirlo ahora… Puede que nunca volvamos a hablar de esto. Y espero que no me tengas en cuenta que lo hayamos hecho. Hubiese sido un padre horrible si algún día tú hubieses querido hablar conmigo y yo hubiese dejado la puerta cerrada o no lo suficientemente abierta.’
En esos minutos de conversación se condesa todo aquello en lo que creo.
TO-DO.
Creo en las historias de amor de caben en un verano pero viven más allá de las estaciones, el género y la edad. Creo en los padres que se convierten en espectadores para presenciar la caída de la que acabarán levantándote entre algodones y lecciones. Creo en la gente inteligente y en las cosas bonitas. Creo en las revoluciones sexuales y en los veranos de pedales y pieles doradas. Creo en el amor que va de cara y en las oportunidades que se aprovechan, aunque después duelan.
Me gusta pensar que después de escuchar esa conversación me cambió un poco la vida.
Ya no seré nunca más Elio. Es verdad, pero no quiero. Ya me tocó y lo hice bien. Es decir, me caí con todo para poder levantarme con mucho más.
Ahora pienso en el futuro y en ese monólogo en el que cabe la vida entera.
Y, la verdad, ya no miro hacia atrás sino hacia delante y voy a poner todos mis esfuerzos en ser esa red de seguridad sobre la que caigan mis hijos. Me gustaría convertirme en la persona que les diga que todo va a salir bien, la persona que les regale las alas y les aliente a usarlas, la persona que les invite a ser, a sentir, a probar y a vivir. La persona a la que elijan para ir a la estación cuando sólo queden sus restos del naufragio.
Voy a poner todos mis esfuerzos en tener siempre la palabra adecuada y la puerta bien abierta.