Dos directores jóvenes y con películas (y estilos) diametralmente opuestas han protagonizado la segunda jornada del Festival. Por una parte, un Louis Garrel que apuesta por contarnos cosas muy serias de una forma muy desenfadada. Por otra, Rodrigo Sorogoyen confirmando su progresión ascendente con su mejor película hasta la fecha.
Un hombre fiel: un Garrel ligero y entretenido
A los diez segundos de comenzar Un hombre fiel se ha desatado el drama con el que se inicia la película. A los 12 segundos, han empezado las primeras risas en la sala. Algunas nerviosas (mira que si me estoy riendo porque no estoy pillando el tono de este dramón). A los veinte segundos las risas eran generalizadas. Garrel había decidido llevar su historia de amor, misterio y fidelidad al terreno de una comedia de enredos. Porque cualquier otra aproximación hubiera podido caer en la intensidad emocional extrema que acaba produciendo cierta vergüenza ajena.
Así que, ya puestos, Garrel decide establecer premisas en un continuo «más difícil todavía», tan increíbles como probables (seamos sinceros, en asuntos del corazón todos somos capaces de superar cualquier ficción pasada de vueltas por poco que lo intentemos). Un Juego de enredos sentimentales que oponen dos visiones femeninas, una acertadísima Laetitia Casta y una correcta Lily-Rose Melody Depp, con dos miras infantiles. Porque si el pequeño Joseph es un niño de nueve años que se interesa por los misterios y los provoca, si es necesario, el personaje que interpreta el propio Garrel, Abel, es más inmaduro y por momentos más infantil.
Garrel acierta en el tono y en la duración. En 75 minutos cuenta la historia desde los puntos de vista que necesita, crea y desarrolla unos personajes que funcionan, y logra combinar los momentos dramáticos con algunos más cómicos (en ocasiones hasta ridículos). Al contrario de lo que sucedía con El amor menos pensado, aquí las transiciones funcionan muy bien.
Este tipo de películas suelen quedar sepultadas bajo películas más dramáticas y/o oscuras, pero en este caso la comedia funciona y, aunque su recepción ha sido dispar, su tono desenfadado juega mucho a su favor.
El reino: auge y caída del príncipe de las cloacas
Manuel López Vidal es el personaje a quien da vida Antonio de la Torre en El Reino. No es ningún político que podamos reconocer, no es un príncipe territorial pendiente de la abdicación que no llega… No es ninguna figura de nuestro panorama político. Y es todos ellos al mismo tiempo. Y, si como dicen, las ratas son las primeras siempre en abandonar el barco, en la escena política patria hay patrias que se aferran a la última tabla del naufragio para convertirla en su reino. Pero, un momento, todo esto es ficción, ¿no?
Sí, El Reino es ficción. Como la que vemos cada día en el telediario. Como la que, de tanto repetirse, ha llegado a narcotizarnos hasta parecernos normal. En El Reino, la cámara se pega al cogote de Manuel López Vidal y lo persigue (¿o acaso es él quien persigue a su presa de poder?). Cámara inquieta, como inquietante es la historia que nos cuenta. Con mucho ritmo y un guion arriesgado que coquetea con el precipicio en algunos momentos, pero que siempre recupera el vuelo. Sorogoyen persigue a sus personajes como De la Torre persigue a su personaje, ambos saben cuando aflojar para que la película no se resienta. Pero cuando aprietan… es con todas las consecuencias.
Magnífica película que juega bien sus bazas (guion sólido, buenos actores, ritmo). Y que desemboca en un cara a cara entre Antonio de la Torre y Bárbara Lennie que, además de provocar un aplauso generalizado en el Victoria Eugenia, es uno de los mejores cierres de película que recordamos.